Lucha de clases
Pero a no descentrarse. La grieta no es un país desgarrado, la grieta es la lucha de clases. Y si hay algo que disgusta al capitalismo es hablar de clases y de lucha. Toda esta oración resulta sumamente demodé. “Clases” o “capitalismo” son palabras de rigor sociológico, pero de mal tono para el discurso bien pensante ¿O es que acaso quieren hacer la revolución ahora? Decía Marx en El Manifiesto: “La historia de todas las sociedades que han existido hasta nuestros días es la historia de las luchas de clases”. Fue en 1875 y desde entonces el aparato de legitimación del orden económico intentó negar la idea. No logró expulsarla de las ciencias sociales, apenas lo consiguió con la corriente principal de una de ellas, la economía. Sin embargo, a pesar del gran invento de la clase media, ese gran amortiguador y también promesa, el conflicto continúa siendo inherente a la política en general y a la política económica en particular. A la política, porque ordena las relaciones de poder entre las clases y a la política económica, porque plasma la distribución del ingreso entre ellas.
Pero lo que vuelve al concepto de lucha de clases más contemporáneo es el carácter notablemente clasista del gobierno de la Alianza PRO. Bajo la existencia, por ejemplo, de un Estado Benefactor empeñado en la distribución progresiva del ingreso resultaba más natural para las mayorías pensar en los términos armónicos del pluriclasismo. Ello a pesar de que, siguiendo a Marx o, ya en el siglo XX, a M. Kalecki, siempre hubiese clases preparando la reacción. Con un gobierno también empeñado en la redistribución, pero regresiva en favor del capital, todo cambia. La fuerza política que no sólo prometió pobreza cero, sino que insistió en que “no vas a perder nada de lo que ya tenés”, impuso en la realidad nacional un nuevo imaginario de escasez por todos lados y la propuesta de una existencia low cost, ecológica y de bajo consumo, el sueño de los muchos ex Greenpeace que integran los “equipos”; viejos cultores de las teorías del decrecimiento, como el éxito conseguido con la contracción de casi el 3 por ciento del PIB de 2016.
La presunta nueva escasez reinante es la que se utiliza para justificar el cambio de sentido en la redistribución del ingreso. Como si nada hubiese sucedido vuelven a escucharse discursos superados por la experiencia histórica. Se afirma, por ejemplo, que “no se puede redistribuir lo que no se tiene”. Lo que está por detrás de esta afirmación errónea es la vetusta teoría del derrame, según la cual la redistribución sólo puede llegar después de “agrandar la torta” en manos de los empresarios, es decir, previo a profundizar la acumulación de capital, la riqueza en manos de una clase.
Si se somete esta noción al análisis económico más elemental resulta insostenible. El dato clave es que no se redistribuye “la torta”, es decir “la riqueza”, sino “el ingreso”; no un stock acumulado en el pasado, sino un flujo: “el valor agregado en el momento de la producción”; la parte que se lleva el capital y la que se lleva el trabajo, la ganancia y el salario. Dicho de otra manera, se puede redistribuir partiendo de cero. Obviamente la relación capital-trabajo es una relación capitalista, lo que supone, otra vez siguiendo a Marx, que la acumulación originaria ya se produjo. Esta relación es también una relación de poder que, por lo tanto, no puede resolverse satisfactoriamente en la presunta neutralidad del mercado, sino que la resuelve la política a través del Estado. Finalmente, la redistribución del flujo de ingresos entre el salario y la ganancia ocurre dentro del capitalismo, es decir; sin romper el orden jurídico basado en la defensa de la propiedad privada. La redistribución del stock riqueza, en cambio, sería un proceso revolucionario, “la ruptura de la superestructura jurídico-política”.
Un ejemplo concreto de redistribución del ingreso fue la economía local en 2016. Los salarios, la parte que se llevaron los trabajadores del flujo generado en el momento de la producción, se redujeron, en términos de poder adquisitivo, entre un 6 y un 10 por ciento, según hayan sido trabajadores formales registrados, privados o estatales. Lo que perdió la clase trabajadora no se desvaneció en el aire, sino que quedó en manos del otro polo en la distribución del ingreso, el capital. El mecanismo utilizado fue el ajuste de paritarias por debajo de la inflación, para lo cual, aunque parezca redundante, se necesitan las dos cosas, las negociaciones paritarias a la baja y la inflación al alza. La metodología intentará repetirse, con otras magnitudes, en 2017. En 2016 el movimiento obrero organizado ejerció escasa resistencia. Es probable, tal vez, que en 2017 la resistencia sea mayor. La lucha de clases nunca se detiene. Aquí comienza a operar otra parte de la teoría económica. Si los ingresos de los trabajadores continúan cayendo, también lo hará el PIB, lo que en un año electoral supone para el gobierno dispararse en un pie, dato que no parece corresponderse con la acción política racional.
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