Como en las grandes ocasiones de la historia, el centro de la ciudad de Buenos Aires estuvo convulsionado desde varias horas antes hasta varias horas después del primer acto unitario en el que confluyeron todos los agrupamientos gremiales, algo que jamás había ocurrido. No sólo coincidieron en la calle las tres CGT y las dos CTA, sino también las organizaciones sindicales de la izquierda nucleada en el FIT.
Por supuesto, cada uno marchó con sus consignas y fundamentaciones y varios trataron de marcar diferencias, a derecha e izquierda: desde los resabios de la derecha lopezreguista de Luis Barrionuevo, que anunció un desagravio gastrononómico al presidente Maurizio Macrì para mañana, hasta el PTS, que exigió un paro activo con movilización y anunció otro acto hoy frente a la embajada del Brasil para reclamar contra el golpe en cámara lenta y legislativa. Sin desdeñar la importancia de los respectivos postulados teóricos, la importancia de la movilización de ayer no debe buscarse en el palco, las dirigencias, los documentos o los discursos, de muy dispar factura. Tampoco en las adhesiones de distintos sectores políticos ni en las respuestas que provocaron en los demás. Lo definitivo estuvo en las calles, donde esas diferencias no existieron porque una imponente manifestación se unió en repudio a las políticas del gobierno nacional, que no precisó ni cinco meses para sembrar el pánico en capas muy amplias y diversas de la sociedad argentina, reclutadas entre el 66 por ciento que en las elecciones presidenciales de octubre de 2015 prefirió otras alternativas distintas a la Alianza Cambiemos.
Que el documento acordado entre las cinco centrales haya sido leído por el secretario de la Confederación de Trabajadores del Transporte, Juan Carlos Schmid, prenuncia su probable designación al frente de la CGT cuando sus tres fracciones se reunifiquen, cosa que ocurrirá el 22 de agosto según anunció ayer mismo Antonio Caló. Es una buena noticia, porque se trata de uno de los dirigentes con más firme tradición combativa y mejor formación y uno de los más alertas contra el riesgo de privilegiar diferencias secundarias por encima de los factores de unidad ante el embate impiadoso que el gobierno conduce contra los derechos e intereses de todos. También se anunció que funcionará una Mesa de Enlace con las dos CTA, para extender en el tiempo la coordinación estrenada ayer. Como todo producto de una negociación entre organizaciones diversas, el texto no será recordado como un modelo de pensamiento político. Pero tanto allí como en los discursos de Caló, Pablo Micheli y los dos Hugos, la protección de los trabajadores contra el despido y la inflación desplazó a cualquier otro tema, lo cual implica hablar en serio.
Hace casi medio siglo el sector más combativo del movimiento obrero propuso “unirse desde abajo y organizarse combatiendo”. La situación es incomparable en todo sentido, pero el palco de ayer frente a la Facultad de Ingeniería no hubiera sido posible sin esa presión que desde las bases de la sociedad llega incluso hasta una dirigencia que sólo se pone en movimiento cuando los márgenes para otra cosa se estrechan demasiado. Esta coincidencia sindical se refleja en el proyecto de prohibición de despidos ya votado por los Senadores y que el miércoles la Cámara de Diputados podría convertir en ley, poniendo al gobierno frente al dilema de su primer veto. De producirse, le advirtieron ayer, la lucha seguirá en las fábricas y en las calles. A su vez, es discutible si todo esto hubiera ocurrido sin el acto también multitudinario pero menos diverso del 13 de abril, en el que Cristina convocó como tarea excluyente de un propuesto frente ciudadano el reclamo por los derechos arrebatados o perdidos. Esto carece de connotación electoral, ni de política partidaria, pero muestra una faceta del liderazgo que nadie puede darse el lujo de ignorar.
Por todo eso, lo sucedido ayer no constituye la mejor noticia para el gobierno, cuya reacción osciló entre el humor involuntario del ministro de Obras Públicas Rogelio Frigerio (fue una celebración del día del trabajo) y el cinismo presidencial (según Maurizio Macrì, “el gobierno trabaja todos los días para bajar la inflación y generar más empleo” y de acuerdo con su jefe de gabinete, Marcos Peña Braun, el gobierno coincide con las preocupaciones del sindicalismo). Eso no es cierto. El aumento del desempleo y la caída del salario no son efectos colaterales indeseados sino objetivos explícitos de la política económica. Quien lo fundamentó con todas las letras es el actual vicepresidente del Banco Central, Lucas Llach. En su libro de 2004 Entre la equidad y el crecimiento. Ascenso y caída de la economía argentina, 1880-2002, escrito junto con Pablo Gerchunoff, Llach afirma que existe un “rasgo genéticamente igualitario de la Argentina”, acentuado “a partir de la inauguración de una democracia auténtica” con el Yrigoyenismo, que contradice las tendencias “más favorables al crecimiento”. La equidad se convirtió en un “valor político prioritario” que fue transmitiéndose de padres a hijos durante más de cien años. Ese rasgo genético que la Alianza Cambiemos se propone modificar se transmitió en la primera generación del Yrigoyenismo al peronismo y en las siguientes al kirchnerismo. Y si se escucha a quien preside el Banco Central en pareja con Llach, Federico Sturzenegger, incluso el actual ministro de Hacienda y Finanzas Alfonso de Prat-Gay sería portador sano de ese gen defectuoso. En el idioma críptico que usan los economistas para encubrir su pensamiento, se lo están diciendo a gritos de una tribuna empresarial a otra.
Para Llach y Gerchunoff la baja salarial es precondición del crecimiento y les parece que tanto Menem cuanto De la Rúa fueron débiles para oponerse a la abominada pasión igualitaria. Algo parecido llegó a opinar sobre Martínez de Hoz uno de los maestros de ambos, Adolfo Canitrot. En esta concepción, el salario sigue siendo el enemigo principal, ayer, hoy y mañana.
Macrì tiene a su favor la pesada herencia, como el primer presidente de la democracia argenta que recibió una economía en crecimiento, con bajo desempleo y menor endeudamiento externo. Pero en estos meses ya ha sentado las bases para una seria crisis económica y social. La magnitud y el carácter del acto de ayer permiten ir prefigurándola. Lo único que no puede predecirse con exactitud es su tiempo de incubación y sus consecuencias políticas. Pero ayer comenzó el tiempo de las certezas.
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