El ajuste recesivo que provocó el Gobierno con la devaluación, la quita de retenciones, el aumento de tarifas y los despidos no es un efecto no deseado de la política económica, es el punto de partida de un programa orientado a modificar estructuralmente la distribución del ingreso. Mientras más tarden en asumirlo los sectores afectados, que son las mayorías populares, más a fondo avanzará el macrismo en la configuración de un nuevo escenario social. La respuesta del Presidente al proyecto de ley que busca poner freno a las cesantías es el ejemplo de esta semana. Si realmente estuviera preocupado por la ola de despidos acompañaría esa iniciativa, que en 2002 y 2003 resultó efectiva como dique de contención a la sangría laboral, en lugar de amenazar con vetarla. Pero lo cierto es que fue el Gobierno quien empezó a agitar las aguas de la desocupación con la expulsión de miles de trabajadores del sector público. Tras ello se montaron empresas del sector privado, en parte como respuesta defensiva a la contracción del consumo que dañó sus negocios. Otra muestra en la misma dirección de la política oficial son las trabas que está poniendo el Ministerio de Trabajo para continuar con los Repro, el plan de sostenimiento del empleo que arrancó en 2009 luego del estallido de la crisis financiera internacional. En aquel momento el Estado llegó a destinar recursos hasta para defender puestos de trabajo en una multinacional como General Motors. Ahora se crean cada vez más obstáculos y, en lugar de los Repro, el Gobierno proyecta un aumento en el monto del subsidio por desempleo. Es decir, se pasó de proteger al trabajador a facilitar su salida. Un tercer ejemplo es el anuncio de 2500 despidos por parte de YPF, que achicó para este año sus proyectos de inversión.
En un contexto internacional difícil, con Brasil hundido en la depresión económica luego de devaluar y profundizar el ajuste fiscal desde enero del año pasado –en un plan comprado por Dilma Rousseff al banquero que puso como ministro de Hacienda, Joaquim Levy–, el Gobierno lanzó una batería de medidas que pegaron en el principal sostén que tenía la economía nacional: el mercado interno. No fue un error. Fue un acto deliberado, cuyo objetivo es el disciplinamiento social. A nadie escapaba que soltar el tipo de cambio provocaría una estampida inflacionaria, lo mismo que bajar retenciones y subir tarifas. Eliminar las estructuras creadas en el Estado para controlar la formación de precios tampoco podía redundar en una baja de la inflación. Subir a 38 por ciento las tasas de interés de referencia del Banco Central no podía favorecer nunca a los sectores industriales ni promover el consumo. Quitar la obligación a bancos y compañías de seguros de destinar una parte de sus carteras al financiamiento de proyectos productivos y de infraestructura no se condice con ningún plan de desarrollo. Liberar a los bancos de la obligación de ajustar las tasas de interés para los ahorristas en línea con las subas de las tasas para los créditos solo puede satisfacer al sector financiero. Paralizar obras públicas, proyectos como Atucha III y el satélite Arsat III, evidencia el desinterés del Gobierno en áreas estratégicas del desarrollo nacional y el desprecio por sus trabajadores.
Frente a todo ello, la mayor capacidad que demostró Cambiemos desde la campaña electoral hasta el presente es el manejo político. Seguramente le hubiera resultado más difícil sin el acompañamiento del aparato mediático, que hasta logró disimular la decena de sociedades offshore que tiene el Presidente y su familia en guaridas fiscales, lo mismo que otros destacados representantes de la alianza de gobierno. Pero el macrismo consiguió un apoyo social decisivo para avanzar hasta donde llegó. Primero la promesa fue que ninguna de las medidas que tomaría desde el poder afectaría las conquistas del kirchnerismo. El punto de partida de esa estrategia fue la noche del triunfo de Horacio Rodríguez Larreta en el ballotage porteño, cuando Macri se disfrazó de peronista y dijo que su fuerza venía a construir sobre lo construido. Ya en el poder, el Presidente cambió ese discurso por el de la pesada herencia para justificar las medidas antipopulares. Es un recurso que aún le rinde frutos, por más que el Indec lo desmintió reconociendo que en 2015 la economía creció 2,1 por ciento y los registros de la AFIP dieron cuenta de la generación de cerca de 150 mil empleos privados el año pasado. De todos modos, la imposibilidad de tapar el sol con la mano está obligando al Gobierno a hacer un tercer giro, que tomará cada vez más forma, hacia la gastada teoría del derrame. El argumento es que los sectores populares deben aceptar un sacrificio inicial para permitir un aumento de la rentabilidad empresaria, que supuestamente luego redundará en una economía pujante que incluirá a todos. La experiencia nacional e internacional demuestra que el derrame nunca se produce, mientras que los sacrificios requeridos y la pérdida de derechos sociales son cada vez mayores.
El principal elemento de seducción que presenta ahora el Gobierno para convencer a la sociedad de seguir creyendo en la teoría del derrame es el plan deuda. La emisión de bonos por 16.500 millones de dólares esta semana, después de recibir ofertas de inversores internacionales por 68.000 millones, fue presentada por el equipo económico como la comprobación del éxito de su gestión, dedicada casi en exclusividad durante cuatro meses a arreglar con los fondos buitre y volver a los mercados. La reinserción de la Argentina en la lógica del capitalismo financiero es funcional al objetivo de producir un cambio profundo en la orientación del ingreso, a favor de sectores concentrados y en contra de los trabajadores. En ese proceso, la vuelta del Fondo Monetario Internacional es un elemento clave.
Una vez instalada la muletilla de que sin financiamiento en los mercados el país no tiene destino, lo que seguirá será una sucesión interminable de medidas para demostrar a los inversores que pueden seguir dando crédito. El arreglo con los buitres fue la primera muestra de cómo opera esa matriz de ceder primero para tener como recompensa el acceso a moneda dura. La apertura de la cuenta capital se inscribe en la misma línea. La libre entrada y salida de divisas es una concesión primaria a los mercados, lo que a su vez agilizará la fuga de recursos generados en el país a plazas extranjeras. Si la fuga de capitales era uno de los mayores problemas de la economía nacional, el Gobierno lo agigantó con esa decisión, y para compensarlo lo que ofrece es aceptar las condiciones que impongan los financistas para comprar títulos de deuda a tasas generosas.
El ajuste de las cuentas públicas, reformas en leyes laborales, previsionales y del sistema educativo, privatizaciones, corrimiento del Estado como regulador del poder económico irán apareciendo en la agenda del Gobierno de aquí en más. No es una predicción arriesgada. Es lo que pasó en los ‘90, una etapa de la que el macrismo es heredero. El FMI y los mercados ocuparán el mismo rol que entonces, funcionando como escudo del oficialismo frente a la sociedad para que vaya aceptando cada pérdida de derechos como un mandato inevitable. Por eso la actual recesión y la angustia de trabajadores y empresarios que dependen del mercado interno no es una falla del sinceramiento económico, es el inicio del plan.
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