Chile: La alegría del rescate y dudas para el futuro
“-Son ustedes barreteros de la Alta, ¿no es así?
-Si, señor, respondieron los interpelados.
-Siento decirles que quedan sin trabajo. Tengo orden de disminuir el personal de esa veta.
Los obreros no contestaron y hubo por un instante un profundo silencio.
Por fin el de más edad, dijo:
-¿Pero se nos ocupará en otra parte?
El individuo cerró el libro con fuerza y echándose atrás en el asiento con tono serio contestó:
-Lo veo difícil, tenemos gente de sobra en todas las faenas.
El obrero insistió:
-Aceptamos el trabajo que se nos dé, seremos torneros, apuntaladores, lo que Ud. quiera.
El capataz movía la cabeza negativamente.
-Ya lo he dicho, hay gente de sobra y si los pedidos de carbón no aumentan, habrá que disminuir también la explotación en algunas otras vetas.
Una amarga e irónica sonrisa contrajo los labios del minero, y exclamó:
-Sea usted franco, don Pedro, y díganos de una vez que quiere obligarnos a que vayamos a trabajar al Chiflón del Diablo.
El empleado se irguió en la silla y protestó indignado:
-Aquí no se obliga a nadie. Así como ustedes son libres para rechazar el trabajo que no les agrade, la Compañía, por su parte, está en su derecho para tomar las medidas que más convengan a sus intereses.
Durante aquella filípica, los obreros con los ojos bajos escuchaban en silencio y al ver su humilde continente, la voz del capataz se dulcificó.
-Pero, aunque las órdenes que tengo son terminantes, agregó, quiero ayudarles a salir del paso. Hay en el Chiflón Nuevo o del Diablo como ustedes lo llaman dos vacantes de barreteros, pueden ocuparlas ahora mismo, pues mañana sería tarde.
Una mirada de inteligencia se cruzó entre los obreros. Conocían la táctica y sabían de antemano el resultado de aquella escaramuza. Por lo demás estaban ya resueltos a seguir su destino. No había medio de evadirse. Entre morir de hambre o aplastado por un derrumbe era preferible lo último: tenía la ventaja de la rapidez. ¿Y adónde ir? El invierno, el implacable enemigo de los desamparados, como un acreedor que cae sobre los haberes del insolvente sin darle treguas ni esperas, había despojado a la naturaleza de todas sus galas. El rayo tibio del sol, el esmaltado verdor de los campos, las alboradas de rosa y oro, el manto azul de los cielos, todo había sido arrebatado por aquel Shylok inexorable que, llevando en la diestra su inmensa talega iba recogiendo en ella los tesoros de color y de luz que encontraba al paso sobre la faz de la tierra.”
Subterra (1904), Baldomero Lillo.
A pocas horas del rescate de los mineros de Copiapó, no sorprende la expectación planetaria que el hecho ha concitado. Es, por sobre todo, una gran historia de sobrevivencia, que -si nada inesperado ocurre- tendrá un final feliz y que llegará en detalle a todos los rincones del orbe, en el marco de historias personales de miseria y sacrificio, de un despliegue tecnológico y de capacidad humana que no ha dejado nada al azar, con visos de una nueva épica catártica para un país en que las heridas dejadas por un terremoto y maremoto todavía dejan sentir su huella destructiva.
Los medios de comunicación, en una trasmisión de una letanía litúrgica, nos han mostrado con profusión de detalles, un proceso, que a diferencia de otros ejemplos de sobrevivencia extrema (como no recordar a los rugbistas uruguayos en la Cordillera) exhibe un extenso adagio, que se ha venido interpretado entre la noticia de la supervivencia y el momento del rescate.
En este largo movimiento, hemos ido conociendo en detalle el plan de rescate. Aprendimos a reconocer la imagen implacable de la T 130 rompiendo la roca con sus martillos intimidantes. Vimos a ministros de estado subirse una y otra vez a la cápsula Fénix en sus pruebas de funcionamiento; vimos izarse el artefacto, al mismo ritmo que subía la popularidad de los funcionarios. Hemos apreciado los preparativos para recibir a los obreros; recibimos especialistas de la NASA y expertos transhumantes en perforaciones mineras. Supimos de los padecimientos de salud de los mineros: desde las complicaciones de un dolor de muelas, hasta síndromes de abstinencia, pasando por inquietantes depresiones. De liderazgos, de organización en la incertidumbre de los primeros días, cuando sólo sabían que estaban sepultados en vida; de destrezas, y habilidades médicas indispensables para la asistencia de los demás…
Sus imágenes nos han refrescado la solidaridad y el buen humor característicos de los trabajadores chilenos, antídoto y conjuro para una vida dura, en que el trabajo no asegura romper la roca impenetrable de la pobreza.
Vimos eso y mucho más. Demasiado de más, tal vez. Escenas de esas que no debieran traspasar los límites de la intimidad, irrespetadas por la voracidad mediática.
Como era previsible, las prioridades de los medios de comunicación y las vergüenzas políticas, han privilegiado la epopeya del rescate a la realidad menos atrayente de las precarias medidas de seguridad que marcan el día a día de cientos de miles de trabajadores chilenos, y que el caso de los trabajadores de la Mina San José, vino a develar, tanto la ineficacia de los órganos técnicos (la Directora del Trabajo de la época, declaró que no pudo clausurar la mina el año 2001 por “presiones del sector minero”, confesando de paso, su propia debilidad en el cumplimiento del un deber esencial a su cargo) cuanto la de una clase política, que a pesar de 20 años de reformas del Chile democrático, ha podido alterar apenas parcialmente el modelo de derecho individual del trabajo, fracasando rotundamente respecto del derecho colectivo, legado por el maridaje del autoritarismo político de la dictadura militar y la concepción economía neoliberal de sus asesores, que hacia 1979, refundó las relaciones jurídicas del trabajo, estrangulando la libertad sindical, impidiendo en los hechos la asociación a más de un 90 % de los trabajadores y dejándolos entregados a su (in) capacidad negociadora individual, aquella que entronca con el discurso tan histórico como cínico de “aquí no se obliga a nadie”. Todo, en un escenario marcado por una pulsión empresarial agresiva, que no cede un milímetro de poder social, que se refuerza -soberbia, una y otra vez- en los relatos de los logros macroeconómicos, negando el proceso de inequidad progresiva que ha originado el modelo económico y haciendo vista gorda en amplísimas áreas de la producción al deber legal y moral de proveer seguridad a los trabajadores.
Preparados para el gran allegretto del rescate, inmersos en la satisfacción del final feliz que nos ha de conmover a todos, sin excepciones, caben dudas sobre si la experiencia de la Mina San José que ha estremecido al mundo, servirá para horadar la rigidez de un sistema de relaciones laborales que antepone la productividad sin controles, cual dogma de fe, por sobre el valor de la vida humana y la retribución justa del fruto del trabajo.
Álvaro Flores Monardes
Juez del Trabajo de Santiago de Chile
Director de Cultura y defensa del Derecho del Trabajo de la Asociación Latinoamericana de Jueces del Trabajo
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