La primera ministra de Nueva Zelanda, Jacinda Ardern, ha anunciado hace unos días que proyecta implantar una jornada laboral de cuatro días, con el objeto de estimular la economía y promover el turismo en el interior del territorio nacional. Ha dicho que la medida sería eficaz como respuesta a las consecuencias de Covid-19, dada la flexibilidad laboral de las personas que trabajan en su domicilio y la productividad que ha tenido como resultado; e insta a las partes sindical y empresaria a que lleguen a un acuerdo para instrumentar esta jornada de cuatro días.
La medida refleja el interés de algunos sectores de la clase dominante por el teletrabajo como alternativa productiva, en los casos en que los trabajadores deban cumplir el aislamiento exigido por la pandemia. Ello implicaría la generalización de un método que se viene utilizando desde hace tiempo en todo el mundo.
Pero esta generalización del “trabajo en casa” crea una nueva forma de superexplotación de los trabajadores. El primer derecho que desaparece es el derecho a una jornada laboral limitada.
La falta de regulación del teletrabajo implica la falta absoluta de prevención, de protección de la salud, además del pago de los gastos de internet y otros elementos de trabajo necesarios para trabajar en tales condiciones.
Tampoco se garantiza el derecho a la desconexión, reivindicación necesaria de estos trabajadores, problema que ha sido planteado en diversos países de Europa en muchos casos sin resultado.
Las exigencias propias de la actividad generan padecimientos físicos y psíquicos: astenopia o fatiga visual, algias en la nuca, cuello, espalda y zona lumbar, fatiga psicofísica, depresión psíquica derivada del aislamiento, los ritmos de trabajo, la alienación por cuanto se desconoce el resultado final del trabajo
[1].
Los trabajadores de plataformas (Rappi, Pedidos, etc) y los que se desempeñan en el teletrabajo –más allá de sus diferencias— tienen en común la anulación del derecho a una jornada limitada de trabajo.
La reducción de la jornada sin reducción salarial es una necesidad de la clase trabajadora argentina, más aún cuando ni siquiera se han podido recuperar los puestos de trabajo perdidos durante cuatro años de gobierno neoliberal, situación agravada por la pandemia del Covid-19.
El movimiento obrero internacional ha luchado desde el siglo XIX por la reducción progresiva de la jornada de trabajo, en primer lugar por razones de orden biológico: la necesidad de preservar la salud psicofísica de los trabajadores, pero también –sobre todo en las últimas tres décadas— para luchar contra el creciente desempleo, obligando a los capitalistas a contratar más trabajadores, es decir a crear nuevos puestos de trabajo.
En los años 1998 y 2000, cuando el neoliberalismo se expandía por casi toda Europa y América, se aprueban en Francia las leyes “Aubry I” y “Aubry II”, que implantan las 35 horas en las empresas de más de 20 trabajadores. No fue fácil la implementación práctica de dichas leyes, pues se requerían los acuerdos entre sindicatos y empresas.
La reducción de la jornada permitió la creación de 300.000 empleos, el 18 % del total del empleo creado en Francia durante ese período.
Pero la derecha francesa sostiene una feroz lucha por su derogación. Con la consigna individualista trabajar más para ganar más, antagónica a la de trabajar menos para trabajar todos, gana voluntades de muchos trabajadores; pero no logra la derogación de las 35 horas. Sí en cambio promueve una mayor flexibilización del tiempo de trabajo, aumentando los ritmos de producción y las horas extra.
Otro ejemplo de reducción de la jornada de trabajo empleado en forma permanente por las empresas alemanas es el Kurzarbeit, sistema que otorga a las empresas que se encuentran frente a una crisis de carácter coyuntural la posibilidad de recurrir –con el acuerdo de los trabajadores o sus representantes— a la reducción del tiempo de trabajo en un porcentaje mínimo del 10 % y con una duración máxima de un año, cubriéndose parcialmente el salario que dejan de percibir los trabajadores con un subsidio abonado por la Agencia Federal de Empleo.
En muchos casos las clases dominantes aceptaron la reducción de la jornada por razones exclusivamente económicas, al haberse comprobado que el exceso de las horas de trabajo –a partir de un determinado límite— produce efectos negativos sobre la productividad del trabajo. Si con el enorme avance tecnológico se puede producir lo mismo o aún más trabajando menos horas, no existen inconvenientes en reducir la jornada.
El reconocimiento del derecho a una jornada limitada por el Artículo 14 bis de la Constitución Nacional implica la lucha por una reducción progresiva de la jornada diaria y/o semanal, sin reducción salarial.
No existe justificación alguna para mantener como jornada máxima la de 8 horas diarias o 48 semanales de la ley 11.544 de 1929. Debe tomarse en cuenta el avance tecnológico registrado en casi un siglo y la necesidad de proteger la salud psicofísica de los trabajadores y crear nuevos puestos de trabajo.
La Recomendación Nº 116 de la OIT (1962) determina:
- “a) que la duración normal del trabajo debería reducirse progresivamente, cuando sea apropiado, con objeto de alcanzar la norma social indicada en el Convenio Nº 47, sin disminución alguna de salario que los trabajadores estén percibiendo en el momento en que se reduzca la duración del trabajo;
- b) que cada miembro debería formular y proseguir una política nacional que permita promover, por métodos adecuados a las condiciones y costumbres nacionales, así como a las condiciones de cada industria, la adopción del principio de reducción progresiva de la duración normal del trabajo; y
- c) al aplicar medidas para reducir progresivamente la duración del trabajo, debería darse prioridad a las industrias y ocupaciones que entrañen un esfuerzo físico o mental especial o un riesgo para la salud de los trabajadores interesados, especialmente cuando la mano de obra empleada esté integrada principalmente por mujeres y jóvenes”.
El gran capital nacional y transnacional a través de sus voceros políticos, mediáticos y judiciales sigue profundizando una campaña planificada contra la cuarentena, a través de provocaciones, difusión de noticias falsas en los medios y redes sociales.
El gran empresariado nucleado en la AEA y otras entidades cargan contra las medidas de emergencia, con el argumento que es necesario “reabrir la economía”, como si ésta estuviera totalmente cerrada en el país. No dicen lo que en realidad constituye su verdadero objetivo: que todos los trabajadores en aislamiento vuelvan a sus trabajos, aun cuando esto traiga como consecuencia el contagio y la muerte de miles, tal como está ocurriendo en Estados Unidos, Brasil, Perú y Chile, entre otros.
Se pretende que regresen al trabajo con salarios devaluados y que el Estado continúe pagando hasta el 50 % a través de las ATP.
En definitiva, persiguen “volver a la normalidad”, es decir a las mismas jornadas prolongadas y agotadoras de siempre; a la normalidad de que mientras algunos trabajen doce o catorce horas, otros sigan perteneciendo a la una creciente legión de desocupados aumentada por los despidos consumados durante la cuarentena, en violación del Decreto de Necesidad y Urgencia N° 329.
Como se ha dicho en opinión que compartimos: “En abril, la empresa Techint despidió 1.450 personas; la cadena Garbarino rebajó el 70 por ciento del sueldo a 4.000 empleados; los medios concentrados hicieron lobby descaradamente a favor de la medicina privada, y en el mundo, con Estados Unidos a la cabeza, se desató lo que ya se denomina “piratería moderna”, es decir, una guerra despiadada por los insumos médicos y por equipos vitales, como los respiradores”
[2].
Si pretendemos que sea posible una sociedad más justa e igualitaria después de la pandemia, no podemos volver a la normalidad de la superexplotación, de las jornadas de trabajo prolongadas, sin prevención eficaz de accidentes y enfermedades laborales. Tampoco se podrá construir un país más solidario si más del 50% de la fuerza de trabajo permanece en la informalidad y la precariedad. Para crear los empleos necesarios no podemos confiar exclusivamente en la inversión del empresariado, es imprescindible avanzar hacia una reducción de la jornada máxima de trabajo a 35 horas semanales, sin reducción salarial y a la creación de nuevos turnos en las grandes empresas.
Se halla en juego el derecho de los trabajadores a la integridad psicofísica, al estudio, a la formación profesional, al descanso, a una mejor calidad de vida, a la inclusión y al pleno empleo.
[1] Elizondo Jorge, “Riesgos del Trabajo, Análisis Crítico de la LRT y ley complementaria 27.348, 3ª Edición ampliada y actualizada, Nova Tesis Editorial Jurídica, Rosario, Abril de 2020, p. 317/318.
[2] Luzzani, Telma, “Otro mundo será posible después de la pandemia”, en Caras y Caretas, N° 2365, Mayo 2020, p. 16.
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